domingo, 2 de febrero de 2020

36 horas de martirio: La épica lucha de un búfalo por sobrevivir

La mayoría de los animales salvajes -por no decir todos- deben luchar para sobrevivir. Y eso implica, como no, una alta cuota de estoicismo para soportar jornadas de sufrimiento. Pero este caso de un aguerrido bisonte, criatura en principio apacible, fue el ejemplo emblemático de que esta situación puede llegar hasta extremos inimaginables.

Todo empezó una fría tarde de invierno en un remoto punto de Norteamérica. Una manada de cinco lobos patrullaban hambrientos en búsqueda de algo de comer. El alimento escaseaba en aquel lugar, por lo que cualquier presa habría sido un manjar que los salvaría de la inanición. Llevaban ya varios kilómetros recorridos, pero nada. Todo era pasto cubierto por planchones de nieve, algún ave que los observaba con desconfianza desde las alturas, y más estepa quemada por las heladas.
Un héroe que luchó por su vida.

Cuando las esperanzas parecían perdidas para este grupo de cánidos, se encontraron con la víctima que en teoría no era la ideal: un enorme búfalo americano de más de una tonelada de peso. Si bien alcanzaría para saciar el hambre de todos, sus descomunales dimensiones intimidaban, al igual que su imponente cornamenta. Pero claro: pensaron que al ser lobos, el que tenía que temer era el gigante herbívoro, y no ellos. Se estaban desfalleciendo de hambre, y a esas alturas no podían regodearse.

El bisonte estaba solo, y también se encontraba debilitado por la falta de alimento. Pese a ser un macho recio y muy sano, una nevazón intensa lo había desorientado y perdido de su familia. Al ver a sus posibles victimarios supo desde un comienzo que ya no le servía de nada seguir siendo un rumiante apacible y pacífico. Para él, la consigna ahora era una sola: matar o morir. Poco importaba que fuera uno contra cinco. Sólo le preocupaba luchar para no ser comido.

El enorme cachudo se puso enfrente de sus cinco cancerberos. Él los superaba en peso y sabía que un golpe bien dado con su cornamenta podía destrozar a cualquiera de ellos. Pero también sabía que las mordidas de sus feroces adversarios de seguro le provocarían dolores inimaginables, como nunca antes había sentido.

Quien primero atacó fue uno de los lobos, el cual se abalanzó con velocidad. Su ataque fue rápido como un rayo. El resultado fue un par de gotas de sangre que salieron de una de las patas delanteras del enorme animal. Por su parte, el búfalo no alcanzó a reaccionar antes de ser mordido: sus movimientos eran demasiado lentos y pesados frente al de sus ágiles adversarios.

Al ver el éxito relativo de su compañero, otros dos lobos se tiraron con todo por la presa. Resultado: varios mordiscos en las extremidades del búfalo, y un par de bramidos de dolor por parte de éste. En eso, atacan los otros restantes. El pobre bisonte no lo podía creer: su piel estaba desgarrada, la sangre le brotaba por todas partes… y él no alcanzaba a reaccionar ante tan súbitos embates. ¿Se puede decir que un animal siente tristeza? Si fuera así, ese era precisamente el sentimiento que dominaba en ese momento la cabeza de el gigante cuernudo, aún más que el dolor y la impotencia.

Él sabía que algo tenía que hacer, así que empezó a tratar de dar golpes a sus oponentes, ya sea con su cabeza o con sus adoloridas extremidades. En eso, un golpe dado con sus patas traseras impactó en algo: era uno de los lobos, el cual voló un par de metros para caer de costado. El animal se paró a duras penas, dio un par de pasos aún mareado por el choque, y volvió a caer. Ahí, el bisonte vio una posibilidad de venganza: esa sería su primera víctima. Olvidando el ardor de las heridas, se concentró en ese animal lisiado que trastabillaba: le dio un feroz cornazo con toda su potencia. Ahí, se sintió un hondo y profundo quejido, una quebradura de huesos en el tórax del lobo, y la sangre oscura que salía de sus entrañas. No se paró más: el carnívoro había muerto.

Eso le dio nuevas energías al corpulento rumiante. Ahora estaba él contra cuatro. Pero los lobos tampoco parecían amedrentados, pues ellos estaban conscientes de que si no le daban muerte al bisonte, quienes perecerían -y de hambre- serían ellos. Esta batalla era un ejemplo tangible de la cruda vida salvaje, donde termina por imponerse el más fuerte… aunque también a veces el más numeroso y organizado.

De este modo, la pelea se prolongó por un tiempo que parecía interminable. Ya había anochecido, y a ratos se sentían aullidos, quejidos y golpes, la mayoría de los cuales no daban con su objetivo. Pasaron horas y salió nuevamente la luz diurna. El búfalo estaba literalmente bañado en sangre. Los cazadores tampoco estaban bien, pues el hambre los tenía a mal traer, además que tres de ellos ya cojeaban producto de la eficiente defensa del gigante cornudo.

En total, fueron 36 largas y extenuantes horas las que duró el crudo asalto. Sí: un día y medio de dolor y sanguinolento combate. Al final, el bisonte, con la vista nublada por su propia sangre que ya le cubría buena parte de la cabeza, terminó por derribarse pesadamente sobre el suelo nevado. Ahí, empezó a sentir los tarascones hechos con los afilados colmillos de sus captores. El dolor que sentía en ese momento era algo infernal, pues aún estaba vivo mientras era devorado por la manada. Sin embargo mucho más intensa que esa tortura física era la pena que cruzaba su mente, pues había dado lo mejor de sí para lograr mantenerse con vida, pero aún así no lo había logrado. Ahora sólo era la cena de un puñado de lobos hambrientos, y toda su lucha había sido en vano…

Nota: Esta crónica está basada en hechos de la vida real. Las palabras escritas en estas líneas están dedicadas a todos esos animales salvajes que, día a día, luchan en forma anónima para tratar de mantenerse con vida… y aún así no lo logran.

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